El enamorado del fútbol


Jugaban Juventud y Defensores del Norte. Se sentían bombos, pitos y bocinazos bajar por la avenida. Recuerdo que algunos se hacían los pícaros y reventaban los vidrios de las viviendas. Por eso la policía comenzó a acompañarlos. ¡Qué hermoso era estar en contacto con una murga de los clubes! Todo el vecindario contemplaba el espectáculo de fanatismo.

Entonces descubrí a Jacinto Ricomoro. Quería tocar el fútbol que se iba a utilizar en la contienda. Era un errante vagabundo.

Desde la mañana temprano buscaba cómo estar presente en el viejo estadio. En aquella época no había internet  ni celulares, así que la gente tenía que hacer colas para comprar entradas.

Y si no había entradas, estaba la otra tribuna. Se lo veía trepado en los árboles, como un espectador más.

Los que estaban adentro, por allí iban a comprar choripanes. No lo podían degustar bien cuando se producía un gol y se levantaban los gritos tribuneros. Alguno perdía el "chori” por ir a ver el festejo o descubrir quién convirtió.
Hace 60 años el fútbol era una diversión, extraordinaria y macanuda. Se parecía a un espectáculo romano en los grandes coliseos. Cuando el partido estaba al rojo vivo, los nervios recorrían las tribunas y muchos terminaban hocicando contra el alambrado.
Había pocos policías. Se valían de perros para impedir el paso de los "colados”. Un uniformado gordo, arrastrado por uno de estos canes, era el hazmerreír de la gente.

Mientras tanto, Jacinto Ricomoro hacía su ronda por la Liga Catamarqueña.

Solía vivir en una casita con horcones y cañas en la antigua pista de aviación, en esos barrancos de míseros asentamientos. Desde ahí, desde niño, alimentó esta conducta psicoemocional que tocaba el alma o se apoyaba sobre el alma. Es decir, sentía la ovación que despierta un partido cualquiera.

Obviamente, si el partido duraba 90’, estas emociones impactaban en cada persona como una bomba, de acuerdo al ritmo del mismo y la envergadura del equipo. Pero también se las percibía desde cualquier punto de la ciudad, por entonces muy pequeña.
Con Jacinto Ricomoro era distinto. Llevaba a otras recónditas emociones.

Llegaba a la mañana, se subía a uno u otro eucaliptus, bajaba por sus gajos hacia la cancha sin tener que pagar la entrada. Entonces se quedaba satisfecho, contento. Al bajar del eucaliptus hacía una cara de asco ante sus manos por el olor a resinas y tallos, tierra sucia, hojas y troncos. Él sólo quería llevar sus manos a la nariz para sentir el olor a fútbol.

Volvía cabizbajo por Sarmiento y justo en la esquina de la avenida se encontraba con un grande, el "Gringo” Ávalos. Llevaba en todo su cuerpo y alma los colores de Defensores del Norte. Fanático. Después de hacerle ver que era único en su especie lo convencía que le regalara una entrada. Seguía su caminar y encontraba en la esquina de Belgrano y Mitre a Rodolfo Rodríguez, "El avión”. ¡Otro grande del deporte! Conductor de otros grandes y famoso por los Evita.
La cuestión que Ricomoro era simpático y astuto. Entraba gratis a la cancha. También era amigo de un mafioso, "El Rata”, quien se hacía quedar las pelotas que los jugadores tiraban afuera de la cancha. Las tomaba, dejaba otra vieja y pinchada y desaparecía por los matorrales.

Otro ritual de Jacinto. Apenas llegaba, iba inmediatamente al vestuario de los árbitros y allí se encontraba con el fútbol. Lo tomaba entre sus brazos, lo acariciaba y apretaba contra su pecho. Parecía llevarlo al alma. Era como un romance, se impregnaba de él, del olor a cuero, inmensamente acogedor y bendito para su olfato. Entonces pegaba un grito y sus ojos se le llenaban de lágrimas.

También recuerdo que una vez mi padre me llevó a la cancha de la Liga y se encontró con el árbitro, el "Pezuña” Núñez, quien al tener sobre la palma de su mano el fútbol, y al verme que lo quería tocar, me lo regaló. Si no me lo hubiesen robado, hoy estaría en el Museo del Deporte.

Edgardo Lindor Rodríguez

Noticia e imagen: http://www.elesquiu.com/

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