Cuento de Fútbol: Chito Perico

Tercera entrega de las narraciones de nuestro colaborador Ricardo Vides Zamora:
CHITO PERICO
Había una vez un perico y como dicen que donde quiera es verde; así era de igualito lo que le pasaba a Wilbert Alejandro, su verdadero nombre, pero por el mucho cariño que le profesaba la familia lo apodaban Chito Perico; quien si no él era el amo y señor de los cuidos, mimos y caricias que le prodigan a una mascota de ese talle; porque en aquella vivienda, la número quince, brillaban por su ausencia las molestias que provocan las patas impredecibles de un perro o la cola mojigata de un gato.
Chito Perico, desde que salió del cascarón hasta cumplir los veintiséis años, casi siempre anduvo chulón, o mejor dicho, como Papá Chus lo había mandado al mundo o al patio trasero de sus travesuras y vivencias cotidianas, que no pasaban más allá de una vieja escalera de madera; orgulloso de  sus plumas esmeraldas se la creía de único en su especie ¡y vaya que si lo era!
Cuando el sol ya estaba sudando de calor, tipo las doce del mediodía, a Chito Perico lo bañaban sobre el lavadero de la pila echándole seis o siete huacaladas, desde la cabeza hasta las patas y puntas de suaves tijeras hechas plumaje. Nadie podía explicarse la causa porque al sentirse fresco como lechuga, repetía:
-¡Agua del Lempa helada…!
-¡Agua del Lempa helada…!
Ya no se diga cuando se aproximaban las fases previas o las fechas decisivas de las eliminatorias  al mundial de fútbol. El día del juego, frente a la televisión en blanco y negro de catorce pulgadas, con botones grandototes y sin asomo de control remoto; en el momento que sonaba el himno y las feas voces de los futbolistas, con la mano derecha junto al corazón, entonaban sin ganas las sagradas notas; en ese momento, también en la casa, le encaramaban a Chito Perico la camisa azul, hecha a su medida y con el diseño de la gloriosa selección nacional, porque era la única oportunidad y había que aprovecharla; si pasaba ese instante, sabrá Dios cual era la razón, ya no dejaba que se la pusieran y picaba colérico como cuando lo toreaban con el amague de birlarle la comida.
Hay gente que sin querer abusa, y de ribete, le fue confeccionada otra camisa, blanca con la letra “A”  del equipo más popular de la ciudad capital cuzcatleca, pero Chito Perico no dejó  lavarse el coco y jamás permitió que se la enfundaran; los sabelotodo y que nunca dan su brazo a torcer, aseguran que hasta en los animalitos se cumple la costumbre de llevarle la contraria a sus amos. Los que están en todo, menos en misa, echándole más leña al fuego, lanzaban conjeturas elucubrando que quizás se debía a su naturaleza de pajarraco, igual al águila, nombre y símbolo de su enemigo más acérrimo.
Con engaños, diciéndole que se sabrosearía  con galletas especiales de guayaba, mojaditas con café de altura cosechado en Jucuapa; una vez lo llevaron al Monumental Coloso de Montserrat, santo remedio para no atreverse a hacerlo de nuevo, porque pasó gritando y repitiendo vivas frenéticamente todo el partido; de igual manera cual si un gato, saltando el muro y burlando los escobazos, se metiera bien adentro y con deseos malsanos de tragárselo enterito de un solo bocado.
Felices y motivados de escuchar las arengas, y echándole la patita, Chito Perico conoció manos y manos; y a un pelo estuvo la familia de perderlo en aquel mar crecido de fanáticos, donde las olas y las voces enronquecían cantando: “Cómo no te voy a querer, si te llevo dentro…”
Y por supuesto los Ultra aconsejándolos para que no fueran a faltar el próximo mascón que jugarían de locales.
Volviendo al punto de los partidos vistos en la tele, lo mejor ocurría cuando los oriundos del valle de las hamacas lograban un gol y después de los saltos y las celebraciones, los fieles seguidores de la escuadra azul mayor se quedaban calladitos sólo con la intención de oír a Chito Perico pronunciar de manera clara:
-¡Selecta!
-¡Selecta!
-¡Selecta!
Y  no había cosa más grande, aquella satisfacción en los meros oídos era bajar la gloria del cielo a la tierra por unos segundos. Entonces explotaba la algarabía, la risotada de todos los presentes por la maravillosa destreza repetitiva del mentado Chito Perico. A Wilbert Alejandro  ni se le cruzaba por los colores y los ojos, la idea que la suerte lo abandonaría  para volverlo la oveja negra; al contrario era el orgullo de la familia y de la vecindad completa. Porque, quien no anhelaba escuchar del pico de Chito Perico, esa palabra sagrada que une a todos los salvadoreños.
Lo triste  era cuando la tortilla daba vuelta y los delanteros de Cuzcatlán entraban a la cancha  con la pólvora mojada y no conseguían asustar al guardameta adversario con un tirito  aunque sea con la de palo; lógicamente no se ganaban los puntos porque los visitantes conseguían por lo menos una anotación y hasta en los comentarios de los locutores asomaba la clásica frase: “Jugamos como nunca y perdimos como siempre…”
¡Ay para qué…!  A Chito Perico se lo llevaba la que no lo trajo,  parecía ave sin rumbo, sin cielo, sin ánimo, escondía la cabeza entre sus alas, como si estuviera enfermo de calentura o en medio de un velorio. 
Es la ley de la vida el nacer y el morir, las dichas por muy pequeñas que sean, también se van y sólo quedan los recuerdos, mucho más cuando se ama hasta las últimas consecuencias; los muchachos de la sub-23 de El Salvador, la azulita, se jugaba el boleto a las  Olimpíadas de Londres contra la de Honduras y perdían 2 a 1, pero el Inter Sánchez de un cabezazo puso el empate y se tuvieron que ir a treinta minutos extras para sacar al ganador; el corazoncito de Chito Perico no aguantó más cuando un ariete catracho, también de un frentazo, incrusto  el tercer gol en las redes salvatruchas; cayó redondito como nance maduro, tipo desmayo, fue auxiliado y le dieron aire por el pico, pero no reaccionó… Había entregado su espíritu al creador de todos los seres y las cosas.
Como homenaje a su entrega por la selecta, Chito Perico fue vestido con la indumentaria azul, y mientras lo enterraban en el seno y raíces del árbol de mango ciruela,  le cantaban la canción que tanto le gustaba:
“Periqui to to,
periqui to to,
te pareces a mamá,
por arriba por abajo,
por delante y por detrás,
Periqui to to…  
Sí al rostro divino de Jesús le surcaron las lágrimas cuando le avisaron de la muerte de Lázaro, cuál de aquellos humanos imperfectos no derramó una gota de sentimiento puro en reconocimiento a las alegrías obsequiadas por el mentado Chito.
Nada hay oculto bajo el cielo que no se llegue a saber y cuentan las buenas lenguas, que al enterarse algunos seleccionados de alguien que les apreciaba con cariño sincero, a pesar de ser un menudo y mínimo perico, fueron a visitarlo al lugar donde descansaba definitivamente, y hasta le cantaron la cancioncita…
Aquello fue inolvidable para la familia y los vecinos de la colonia; la sapiencia de un anciano dijo con gran certeza: “Aún después de muerto, este Chito Perico nos sigue dando satisfacciones…”
Esta historia es fidedigna y auténtica, si no la cree amigo lector, busque en la página trece  del periódico más grande entre los viejos de Centroamérica,  fecha martes treinta uno de abril del año en curso, y descubrirá si es cierta o no.

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