Bonifacio Núñez, un árbitro diferente
El
currículo del ex colegiado mexicano Juan Luis Bonifacio Núñez (Pachuca – 1954)
es largo antes de convertirse en árbitro, anteriormente fue beisbolista y
futbolista hasta que una serie de circunstancias lo llevaron a convertirse en árbitro
de la Primera División Mexicana.
En un
principio se dedicó al béisbol: “Era jovencito y representé a Hidalgo en una
competencia nacional de béisbol. Soñé con ser un beisbolista profesional” y
viajó con su familia, mudándose a la Ciudad de México, jugando en los parques
de béisbol. Pero el cambio al Distrito Federal le cambió el rumbo: “Comencé a
abrazar el futbol y a jugar como delantero. Era flaco, rápido y con malicia con
la pelota. Pronto llegué a un campeonato nacional de futbol con compañeros como
Mateo Bravo, Pato Carrillo, Enrique Pastrana y Enrique Romero. Llegando al arbitraje
por culpa de una expulsión”.
En una
ocasión, con 20 años, el defensa central del equipo contrario me traía a pan y
agua (ya se había acabado el pan, así que aguantarse y a joderse) patada tras
patada, hasta que me lo quité de encima y metí gol. De inmediato me burlé de él
y le menté la madre. Para mi mala fortuna, el silbante me escuchó y ahí me
echó. ¿Por qué me expulsas?, le grité. El hombre de negro me dijo que por
conducta antideportiva. Cuando terminó el partido le pedí al silbante que me
dijera en qué libro estaba la tal mentada regla. Me mandó a la librería Porrúa,
encontré el libro de Diego de Leo. Comencé a leer las 17 reglas de futbol y me
sentía experto como para alegarle a los árbitros. Un día, en la Unidad Morelos,
faltó un árbitro en la juvenil C (16 y 17 años) y mi entrenador, Javier
Rodríguez Cáceres, me dijo “tú que tanto le discutes a los árbitros, métete a
pitar”.
Al
terminar el partido, varios jugadores del equipo derrotado me dieron la mano.
Ahí me picó el cáncer del arbitraje. Una sensación especial. Para mi suerte,
ahí estaba Manuel Flores, responsable de los árbitros. “Oye, ¿por qué no te
vienes a arbitrar?”, me dijo. Mi papá ya había muerto, había que sacar algo de
dinero. Pagaban 25 pesos por partido y yo ganaba 50 a la semana.
Luego
salió una convocatoria para un curso de árbitros. Pasé todos los exámenes. Ser
árbitro de Primera te exigía tener un trabajo y yo laboraba en Recursos
Hidráulicos como ingeniero topógrafo. Dejé novias y fiestas, me paraba a
entrenar a las cinco de la mañana, atravesar la ciudad y luego me dirigía a mi
trabajo. Me hice muy disciplinado. De esta forma, con el tiempo, llegue a la
Primera División.
En el
arbitraje me enseñaron a que se respetaran las reglas. No permití que los jugadores
me protestaran. Los encaraba. ¿De qué te ríes?, les decía. Rara vez usaba las
tarjetas. Tampoco aceptaba el diálogo, porque había jugadores que te querían
envolver.
Fui un
árbitro diferente. Era un reto para mí pitar juegos difíciles. Fui un silbante
feliz durante los 20 años que pité. Me gustaba que se respetara mi trabajo y lo
mismo echaba al ídolo de rancho que al estrella.
Fuente: Excelsior
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