Victimas del fútbol

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El hincha es ese ser que "una vez por semana huye de su casa y acude al estadio" y que, cuando se fanatiza, "mira el partido en estado de epilepsia pero no lo ve" porque siente que el enemigo acecha, en el campo y en la tribuna, incluso "en el espectador callado que en cualquier momento puede opinar que el rival juega correctamente y entonces también deberá recibir su merecido". Son algunas pinceladas del relato que el escritor uruguayo Eduardo Galeano hace del deporte al que adora, en su libro "El fútbol a sol y sombra". El balompié es la música del cuerpo, asegura, pero tiene sus demonios.
Como soy madre de portero en categoría juvenil gijonesa y tenemos en casa unas cuantas horas de vuelo, no me sorprende la noticia del padre detenido en León por agredir a un árbitro de 16 años que pitaba el partido de su hijo, un crío pre-benjamín. Si ese progenitor no aprende la lección, su niño pasará a benjamín abochornado de las voces que llegan desde la grada mientras él está en el campo, en alevín e infantil aprenderá a ser indiferente, hasta que finalmente, en cadete y juvenil le encontrará justificación e íntimamente sentirá que haría lo mismo. Todo el respeto, disciplina y valores alrededor de este juego de equipo, por el desagüe.
En todos estos años, las veces que me he asomado a los campos, dentro y fuera de Asturias, me ha tocado ver a críos pidiendo silencio a sus padres desde la hierba, porque sus progenitores provocaban al rival, insultaban al árbitro, gritaban instrucciones contradictorias con las del entrenador, increpaban a la directiva y terminaban abroncando a sus propios hijos. También sucesivos cambios de equipo de un chaval porque su padre acababa enemistado con otros padres o con las directivas, en una carrera contrarreloj hacia el soñado balón de oro, olvidando por completo que el crío únicamente quería divertirse jugando.
Como toda esa batalla se libra en el campo de las emociones y la razón pinta poco ahí, el paso de la expresión airada a la agresión verbal y de ésta a la física es sólo cuestión de una o dos pequeñas chispas. Resultado: sin haber abandonado el deporte base ya hay que echar mano de códigos profesionales antiviolencia; las primeras víctimas del fútbol lo son en la cantera.
Quede claro que ni mucho menos todos los padres son así ni el resto de la maquinaria es inocente. A veces, al escuchar a algunos directivos o entrenadores me he preguntado si eran conscientes de estar tratando con críos de 6, 8, 10, 13 años, para la mayoría de los cuales el fútbol es sólo una afición que practican a la vez que se construyen como personas. Y que nada justifica las lágrimas de rabia, humillación o sensación de fracaso de un niño, cualquier domingo en cualquier campo. Nada.
Afortunadamente una se congratula con el mundo cuando trata con tantos padres y madres que practican e inculcan en sus hijos el respeto a compañeros, rivales, entrenadores, árbitros, directivas y aficiones. Jóvenes y veteranos entrenadores que entienden lo valioso que es cada uno de sus jugadores por el simple hecho de ser niño. Directivas de equipos que se esmeran en aconsejar a padres y críos.
De lo uno y lo otro nos toca ver y vivir a legiones de padres y madres, en años y años de fines de semana marcados por el calendario de cada temporada, frío hasta el tuétano o sol de justicia, según la intemperie, lavadoras batiendo a duras penas la tierra de los campos asturianos cosida a la ropa, periódicos en las botas para apurar un secado imposible.
Nunca entenderé -para desesperación de los míos- lo que es un fuera de juego pero sé muy bien lo que un crío busca en el fútbol porque lo tengo en casa. Quiere -y vuelvo a Galeano- simplemente que "el buen fútbol ocurra" y, "si se produce el milagro", ya sólo resta disfrutar e "importa un rábano qué club o país lo ofrece".
Artículo escrito por Maribel Lugilde en: La Nueva España

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