Papás 'hooligans'


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Es sábado por la mañana, a una hora casi indecente: las nueve. La niña lleva treinta minutos sudando una camiseta amarilla con un vistoso escudo del colegio. Se ha levantado a las siete y media, ha desayunado un bocadillo, nada de grasas saturadas, y se ha vestido con la equipación y las deportivas. Cuarenta y pocos kilos, metro y medio de altura. Una bonita niña haciendo un esfuerzo titánico. Su equipo va perdiendo por poco, pero pierde. En la tercera parte, el partido se les está escapando de las manos, de sus manitas. "Eeeeh, tío gilipollas (va por el árbitro). ¡Falta, ha sido falta!". El "tío" pita la falta. La niña tira a canasta, falla. Tira otra vez, falla. Al rebote, su contrincante se muestra ágil. "¡Qué desastre! ¿No la ves? ¡Mira, pero mira! ¿Qué haces? ¡Detenla!". La niña vuelve la vista hacia la grada. Aparenta estar hasta el moño de sus padres. Son los autores de esos comentarios. Un circo vergonzoso, una jauría de fieras. Casi te los imaginas a cuatro patas. La niña relaja todos sus músculos, deja caer los brazos, ladea la cabeza y pone las palmas de las manos boca arriba en señal de impotencia... Y aguanta un rebuzno más sin llorar: "¡Es que eres tonta, hija!".
La violencia siempre supera la ficción, incluso la ciencia ficción. En el mismo rellano de casa se conoce a aquel vecino que responde a un supuesto desprecio con una provocación: empieza poniendo rap a todo trapo cada noche y la cosa acaba en la comisaría. Pero el deporte es campo abonado. Hay en los estadios de fútbol, en las canchas, en las piscinas donde compiten los niños un sábado o un domingo cualquiera, una síntesis entre la mala uva barriobajera y la agresividad del hooligan que arrasa estadios de fútbol. Se traspasa la mesura y se acaba en la violencia como si fuera un proceso de lo más natural. En las competiciones escolares no se suele llegar a las manos. La agresividad es verbal, aunque si esos padres hooligans pudieran utilizar los puños, la emprenderían contra la pared, contra el árbitro -que se juega el tipo a la salida- o contra su propia madre si aplaudiera al equipo contrario. 
Basta con ver la actitud de algunos padres cuando cambian de puesto a su hijo o le relevan por otro muchacho. O cuando falla. Es la fotografía en blanco y negro del gran deporte en color. De ahí a la violencia no hay más que un paso. ¿La consecuencia? Cada vez vemos más chavales que no llegan al deporte con la idea de pasarlo bien, sino de ganar, cuando el sentido de la competición escolar es justo el contrario. Los valores que se suponen a esos encuentros caen en un inmenso vacío porque provocan, en el mejor de los casos, una honda frustración en el niño y, en el peor, su respuesta violenta en el campo de juego. Los chicos de diez años no tienen maldad en la cancha, en el césped, incluso podrían jugar sin árbitro. Pero es el entorno familiar, poseído por un virus propio de REC3, el que acaba pudriéndolo todo. Y es una lástima. 
Artículo escrito por Susana Quadrado en: LaVanguardia


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